ATENCIÓN: ¡No sigas si no has leído la onceava parte! Y si no has leído nada empieza por el principio.
[Resumen: Frankenstein encomienda al líder técnico que complete la codificación del módulo, resolviendo las incongruencias y pequeños errores de las especificaciones. El líder accede por primera vez al código de la criatura, descubriendo con horror que es inmenso y completamente ilegible, y por tanto inmodificable. “¿Pero quién carajo es el monstruo que le enseñó a programar a este tipo?”, exclama. Él no lo sabe, pero ese monstruo no es otro que Frankenstein.]
El líder sostenía su cabeza con las manos, los codos apoyados en el borde del escritorio, la silla alejada de éste, la vista perdida entre los detalles de la alfombra.
Algo en el sonido del grito que acababa de liberar –un timbre de genuino horror, una nota que denotaba algo más que un grave problema, algo más que un incidente laboral… una nota que transmitía desesperación, furia, impotencia… locura- había actuado sobre el resto de los ocupantes de la oficina. Todos –todos menos la criatura, que continuaba tipiando impasible- habían interrumpido sus tareas y miraban fijamente en dirección al líder, inmóviles, esperando alguna reacción.
No la hubo. Un programador se acercó tímidamente y observó la pantalla. Detrás de él se aglutinaron los demás. Inclinándose por sobre el cuerpo del líder, el programador corrió un poco el teclado y giró el monitor.
Se enderezó, luego de unos instantes. Cruzó el brazo izquierdo sobre el pecho. En la mano izquierda apoyó el codo derecho, y la mejilla en su mano derecha. Así permaneció, con la boca abierta, mientras los demás repetían aquello que parecía un extraño ritual.
El silencio era absoluto. Algunos se miraban entre sí, otros al piso. Otros volvieron a sus lugares, reconcentrados, incrédulos, intentando asimilar lo que habían visto.
No era la visión de aquel código lo que los horrorizaba, sino el asomarse a la naturaleza de su autor e imaginar su origen.
Un programador ve en el código de otro su lógica, su forma de pensar, el camino que recorre su cerebro en busca de una solución, sus problemas, sus dudas, sus errores. ¿Qué revelaba de la criatura aquel ejemplo abominable?
Una ausencia, un vacío. No una lógica ajena, extravagante, complicada o simplemente equivocada (como estaban acostumbrados a ver de vez en cuando), sino una carencia, un vacío absoluto. Carencia de lógica, de comprensión, de razonamiento.
- Es… siniestro –dijo uno de ellos, rompiendo el silencio.
- ¿Qué es siniestro?
- Cuando lo cotidiano se vuelve extraño.
- Es… como… es como… un compilador de documentación funcional.
Alguno esbozó una sonrisa triste. Era solamente eso, al fin y al cabo. Un autómata de carne y hueso, una máquina de traducción simple, lisa y llana del lenguaje al código, un paso más, mecánico, transparente e inútil entre el analista y el software.
Pero parecía humano. Era esa similitud lo que lo volvía siniestro y -en principio- atemorizante.
El líder sollozaba. Y tal vez algún programador contuvo una lágrima. No por el fracaso del módulo o del proyecto, sino a causa de la profunda tristeza que inspiraba su autor, tan humano en apariencia.
Luego del rechazo, del temor y del horror ante la visión del vacío, éste sólo inspiraba una tristeza absoluta.
Un programador –el mismo que había roto el silencio- se acercó a la criatura y apoyó una mano en su hombro, pero ésta continuaba trabajando, ajena a todo y todos a su alrededor.
- ¿Qué está haciendo? –preguntó alguien desde el otro extremo de la oficina.
- Nada, sólo sigue escribiendo.
…continuará. Actualización: capítulo XIII.
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