Frankenstein era un joven y prometedor líder de proyecto. En su corta pero intensa carrera había demostrado siempre un genio especial. Pragmatismo y adicción a los resultados hacían de él un cumplidor nato.
Pero el desarrollo de software es un negocio voraz e injusto. Frankenstein notaba que, a pesar de su esfuerzo y capacidad (no se caracterizaba por su modestia) pocos proyectos prosperaban. Incluso los que lo hacían mostraban fuertes desvíos respecto de sus –en su opinión correctas- estimaciones iniciales.
Encerrado en su estudio y en estas cavilaciones, en el último piso de un oscuro edificio de Buenos Aires, al levantar la vista por sobre la pantalla brillante de rojo de su planilla de planificación y dirigirla hacia la ventana hacia un atardecer violeta y anaranjado rodeado en el horizonte por nubes de tormenta, tuvo una revelación.
“Son las personas”, murmuró. “El problema no es el proyecto, ni la planificación, ni los tiempos, ni los cambios. El problema –se dijo- es las personas”.
Como agitadas por un maremoto vinieron a él las caras de los integrantes de su equipo, y la planilla con los horarios de entrada y salida. Vinieron sus voces comentando las salidas del fin de semana. Vinieron los datos de consumo de ancho de banda, de tiempos de sesión, de páginas solicitadas y de sitios visitados. Vinieron los ecos de extraños y atemorizantes nombres escuchados al pasar: “GMail”, “Messenger”, “Microsiervos”. Vino la música ¿de dónde salía esa música?
Esa noche durmió mal y poco. Se sentía inquieto, incómodo. Sentía que había visto algo… algo que no podía siquiera entender, algo para lo que no encontraba palabras.
… continuará… Actualización: capítulo II
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