La comunicación dentro del desarrollo de software es un tema recurrente en este blog (artículos sobre comunicación). La principal razón de ello es, simplemente, que desarrollar software es comunicar (Del desarrollo de software como sistema de comunicación...).
Trabajamos en un mar de mensajes orales, escritos, gestuales. En castellano o inglés, expresados en diagramas y gráficos o como lenguajes de programación, y de diferentes fuentes (humanas, mecánicas, informáticas). Las acciones y decisiones que tomamos y percibimos son también mensajes.
Participar de la comunicación hace a cada integrante del equipo. No puede calificarse como tal quien no logre entender los objetivos. No se integra un equipo con estar ahí físicamente, hay que decodificar los estímulos que se reciben en ese ambiente en un sentido similar al de los otros integrantes.
Para un líder la comunicación es todo. Donde la coerción física es bastante infrecuente (digo bastante...) la comunicación hace al líder. No lo será el más fuerte ni el más capaz ni el más viejo ni el más sabio. Será aquél que transmita mensajes que lleven a los demás a seguirlo.
Usualmente vemos un gráfico parecido a éste:
Tomemos un elemento: el mensaje es “el conjunto de señales, signos o símbolos que son objeto de una comunicación”. Pero en la vida real, ¿quién dice qué estímulos son señales, signos o símbolos, y cuándo conforman un mensaje?
A la derecha del escritorio de X está el cubículo del líder de proyecto, al que puede ver ya que está definido por una separación transparente. Está visiblemente molesto mientras conversa con el líder técnico, y cada tanto levanta la vista en dirección a X. En un momento señala directamente a X, quien entiende que están hablando de él, a cerca de un grave incidente del fue responsable, y espera lo peor.
Se ha cerrado un circuito de comunicación: el líder de proyecto envía mensajes gestuales que X interpreta. ¿No?
El líder de proyecto está molesto porque han recortado casi un cuarto de su presupuesto. Descarga su furia conversando con el líder técnico, un viejo amigo. De vez en cuando levanta la vista y queda mirando al vacío al recrear los detalles de la reunión. El recuerdo lo enfurece. Apuntando hacia donde -en su recuerdo- se encuentra el gerente general, dice: “Es un verdadero imbécil”.
¿Esta última aclaración invalida la comunicación anterior? ¿El mensaje recibido por X no fue real? ¿Cómo puede X saber eso? ¿Y si no fue real, qué fue?
La decodificación de un mensaje y su interpretación es un fenómeno que hace al receptor, lo define. Somos receptores si -y sólo si- recibimos mensajes y lo somos sólo fugazmente durante el momento en que lo hacemos.
Pero por otro lado es el receptor quien decide qué es un mensaje y qué no. También decide si va dirigido a él y cómo se decodifica. En nuestro ejemplo X decidió que el gesto del líder iba dirigido hacia él, y decidió también su sentido al decodificarlo.
Así que nos convertimos en receptores a voluntad, incluso con independencia de la existencia real de un emisor con intención de dirigirse a nosotros. Basta con tomar cualquier estímulo e interpretarlo (¿o incluso el estímulo es innecesario?).
Pero este proceso de creación del mensaje que hace de una persona un receptor no es, habitualmente, aleatorio. Si así fuese la coordinación -si no la vida misma- sería imposible. Si no interpreto la luz roja del semáforo como un mensaje dirigido a mí que indica que no cruce la calle, probablemente no dure mucho en una ciudad moderna.
A través de un proceso (de aprendizaje, enseñanza, prueba y error) que comienza con nuestro nacimiento, filtramos estímulos y creamos mensajes cada vez más ajustados a la forma en la que necesitamos reaccionar para sobrevivir. Este proceso se vuelve tan automático que ni nos percatamos de ello.
Es decir, hemos aprendido a interpretar lo que nos rodea no de acuerdo a una realidad objetiva (si es que tal cosa existe), sino de acuerdo a nuestras necesidades de supervivencia (¡esto es duro de tragar!).
Para sobrevivir necesitamos reaccionar especialmente a lo que un emisor intenta transmitirnos deliberadamente, y por ello somos muy buenos en detectar eso.
Pero de vez en cuando se produce un equívoco. El efecto de encontrarse con un malentendido (por ejemplo cuando X se entere de que no estaban hablando de él) es parecido al que nos provocan las ilusiones ópticas: nos revelan que nos movemos en un entorno que nosotros mismos estamos creando a partir de los estímulos que recibimos, y que nos podemos equivocar.
Pero volvamos a lo laboral. Lo anterior supone un problema, y uno grande. Desde el punto de vista de un líder, por ejemplo, es imprescindible asegurarse de que lo que dice se interprete en determinado sentido.
El lenguaje, los estudios y la experiencia compartida ayudan pero no aseguran. Si hay que transmitir la definición de un sistema administrativo un cursograma aportará un lenguaje preciso… dependiendo del grado de conocimiento de éste que tenga el receptor.
La única forma es el feedback (lo que puede pasar en su ausencia: Pedrito (el líder de proyecto) y el lobo: la importancia del feedback): el receptor devuelve el mensaje al emisor y éste lo confirma.
A mayor experiencia (más tiempo, conocimientos y vivencias compartidas) menor necesidad habrá de este tipo de “feedback de confirmación”.
Notemos que esto no soluciona nuestro ejemplo. ¿Cómo confirmar un mensaje que no se ha enviado? Si el emisor (el líder de proyecto) no es consciente de la interpretación de la que han sido objeto sus señales (por parte de X) no tiene forma de corregirla.
Este último caso es insalvable. Y todos lo sabemos. X tiene “cola de paja”. En la oficina está el paranoico que cree que lo van a echar. Y el que no sabe que está en la cuerda floja. Y el que se siente galán de la oficina. Y el jefe que se cree respetado y obedecido. Y el que cree que son todos haraganes. Todos “nos creemos” porque, finalmente, hemos construido nuestro mundo interpretando a nuestro antojo los estímulos que… ¿recibimos?
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